Ana y Marcos pasaron la
noche en las mazmorras del castillo.
Era un sitio lúgubre, oscuro
y húmedo. Un carcelero les llevó agua y pan duro para cenar. Ambos tenían
esperanzas de que Altea lograra convencer a su padre para que les pusieran en
libertad.
Durante la noche durmieron
muy poco, aunque estaban agotados. Sabían que las monedas eran decisivas para
volver a casa, pero también sabían que eran muy valiosas para los habitantes
del reino.
A la mañana siguiente, los
guardias condujeron a Marcos y Ana a ver al rey. Esta vez sólo estaban
presentes el rey Morlango, su esposa la reina Constanza, y la princesa Altea.
El rey parecía menos
alterado que el día anterior, seguramente gracias a la intercesión de la
princesa.
Ana creyó oportuno hacer una
reverencia en señal de respeto y Marcos la imitó. Ninguno de los dos había estado frente a un rey antes, y menos uno de aquella época.
El fornido y apuesto rey fue el primero en
hablar. Era un hombre alto, de espalda ancha. Cabello tupido y largo, con algunas canas. Manos fuertes, voz grave. Vestía con una pesada capa y llevaba una corona. Iba armado con una espada enorme que tenía una empuñadura con piedras preciosas. Su actitud había cambiado totalmente. Amable, pero firme, les dijo con pocas palabras que los dos eran
sus invitados y que podían quedarse en el castillo el tiempo que quisieran. Ya no estaban presos y eran libres para moverse a sus anchas. Altea los acompañó a sus habitaciones en lo más alto del castillo, les prestó ropa y les dejo a solas hasta la hora de la comida. La princesa era muy cordial con ellos, pero aún no se atrevían a contarle todo lo que les había ocurrido.
Marcos no se fiaba nada del
cambio tan brusco en la actitud del rey.
Creyeron que era el mejor
momento para escapar y volver a casa. Sacaron las monedas y ambos juntaron sus
manos sobre ellas. Esperaron unos segundos y no ocurrió nada. Lo intentaron
otra vez inútilmente. La energía que
fluía a raudales cuando estaban en el colegio, allí no funcionaba. Entonces Ana
pensó que necesitarían la quinta moneda, la moneda que la princesa Altea llevaba
colgada al cuello, para poder salir de allí, pero ¿Cómo lo iban a lograr?
Hacia media mañana una mujer
cargada con leña abrió la pesada puerta de madera de la habitación y se dispuso
a encender la gran chimenea de piedra que presidía la habitación. ¡Era Clara!, la bombero que había salvado a Marcos
del incendio. Los dos corrieron hacia ella y la saludaron efusivamente. Marcos la abrazó. La mujer se
asustó mucho por las muestras de cariño de los dos extraños y les dijo que no se
llamaba Clara, que seguramente la estaban confundiendo con otra persona. Ella era una sirvienta del castillo y nunca los había visto
antes.
El parecido era
espectacular. La mujer que estaba encendiendo la chimenea era, salvo por la
largura del cabello, exacta a Clara.
A la hora de la comida un sirviente les condujo a un espléndido salón donde los estaban esperando para comer. Altea se alegró de verles y les indicó sus asientos. Todos los presentes a la mesa querían saber algo sobre los extraños invitados y empezó el turno de preguntas.
No podían decir la verdad porque los tomarían por locos, y no habían preparado nada para que sus mentiras parecieran convincentes y verosímiles.
Iba a ser una comida complicada. Eso era lo que perseguía el rey, ¡que hablaran!
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